Hay experiencias que no se olvidan con facilidad y que te acompañan siempre. Anécdotas, fotografías, canciones, actividades, fiestas con personas que pueden o no seguir a nuestro lado. Son momentos únicos que asociamos a estas personas y que, al pasar el tiempo, seguimos recordando y riéndonos con ellos.
Hay una en especial que, por mis actuales circunstancias la tengo más presente casi cada día, y me ayuda a continuar.
Hace algunos años, en un viaje con el colegio, me pasó unas de las peores cosas que pueden ocurrirte con esa edad, caí de bruces delante de mis compañeros.
Sí, ahora me río yo también, pero en ese momento en el que la zapatilla se engancha entre la mesa y la silla, y tu otro pie ya está dando el paso hacia delante y ves que, inevitablemente vas a caer y todos tus compañeros están frente a ti, comiendo el pollo con patatas y mirando, y tú te diriges lentamente hacia el suelo y caes de rodillas (en realidad fue a cuatro patas) besando el suelo...
Roja como un tomate, como una fresa y deseando no llevar coleta para que el pelo te cubriera toda la cara, y el cuerpo, y que se abriera un hueco en el suelo para colarte.
Pero no, allí estaba yo, tirada en el suelo, con coleta y casi todos, todos descojonándose. Y ahí estaba él, sin reírse. Fue al primero que miré nada más caer, no es necesario que explique por qué, ¿verdad? Sólo me miró y ese gesto me hizo levantarme y no preocuparme por lo que el resto dijera, por muy roja que estuviera. Es esa mirada comprensiva la que siempre tendré en cuenta y le estaré muy agradecida.
